El asombro es esa capacidad de descubrir algo por primera vez y quedarte maravillada. Como si el mundo se abriría otra vez frente a tus ojos.
Cuando sentimos asombro, algo en nuestro interior se despierta. Los sentidos se agudizan, los pensamientos se expanden, y por un momento, dejamos de vivir en modo automático.
De niños, todos sabíamos asombrarnos con facilidad. Pero con el tiempo, esa capacidad se va guardando en algún rincón, escondida entre la rutina y las prisas.
De adultos, pocas cosas logran sorprendernos. Y cuando perdemos esa capacidad, sin darnos cuenta, nos encerramos en la parte rígida de nuestra mente. Esa que analiza, que calcula, que busca explicaciones para todo… pero que deja poco espacio para sentir, para admirar, para agradecer.
Mis hijas me han devuelto ese asombro. Gracias a ellas, vuelvo a maravillarme por cosas tan simples como una luz de arcoíris en la pared, una ardilla llevando sus nueces, las primeras flores después del invierno, un dibujo de un pato en un muro, o un parque nuevo que nunca habíamos pisado.
Entonces pienso en todo lo que dejamos pasar cada día. En las cosas que no vemos, no apreciamos, no nos detenemos a observar… porque estamos atrapados en la lógica, en la rutina, en el caos de lo cotidiano.
Volver a la pausa.
Volver a observar.
Volver a admirar.
Porque el asombro no es solo cosa de niños.
Es un recordatorio de que seguimos vivos.